Nada me
inquieta
La plenitud
del Ser
es mi
esencia
Siempre
pensé que salir del mundo era sinónimo de morir y que morir era ese
estado del cuerpo en el que un médico puede certificar la muerte de
una persona previa comprobación de sus constantes vitales. Pero ¿qué
subyace tras esta idea de la muerte que entraña también una
definición de la vida como su opuesto? Tras esta idea subyace la
identificación de la persona con el cuerpo. Esto es algo que en la
vida cotidiana se da por supuesto y uno no se cuestiona que cuando se
habla de la muerte de una persona se está diciendo que esa persona
era su cuerpo. La mayoría de nosotros hablamos, actuamos y pensamos
bajo esa premisa: Yo soy mi cuerpo. Por tanto si pierdo mi cuerpo he
dejado de existir. Mi cuerpo es lo que me identifica como persona,
aunque dentro del concepto de cuerpo, también de manera tácita y
casi inconsciente, incluyo la mente, mi mente, mis pensamientos. ¿Qué
le ocurre a una persona que no pierde su cuerpo, pero pierde su mente
y con ella sus pensamientos y sus recuerdos? Pierde su identidad, se
convierte en un mueble, un muerto en vida.
Ciertamente el cuerpo y los pensamientos nos definen como individuos separados distintos a todos los demás. Pero, ¿soy yo eso? ¿Mi ser se reduce a mi cuerpo y mis pensamientos? ¿Es eso todo? Muchos de nosotros intuimos que hay algo más, pero no somos capaces de identificar ese algo. Ahora bien, si esta identificación del yo con el cuerpo y los pensamientos es correcta habrá que aceptar que el yo es algo tremendamente frágil y efímero. El cuerpo está expuesto a todo tipo de vicisitudes durante la vida y su fin no puede demorarse. Por su parte los pensamientos son inconstantes y mudables, sujetos siempre a errores y confusiones y van ligados a una mente que, como el cuerpo, es frágil y evanescente.
Ciertamente el cuerpo y los pensamientos nos definen como individuos separados distintos a todos los demás. Pero, ¿soy yo eso? ¿Mi ser se reduce a mi cuerpo y mis pensamientos? ¿Es eso todo? Muchos de nosotros intuimos que hay algo más, pero no somos capaces de identificar ese algo. Ahora bien, si esta identificación del yo con el cuerpo y los pensamientos es correcta habrá que aceptar que el yo es algo tremendamente frágil y efímero. El cuerpo está expuesto a todo tipo de vicisitudes durante la vida y su fin no puede demorarse. Por su parte los pensamientos son inconstantes y mudables, sujetos siempre a errores y confusiones y van ligados a una mente que, como el cuerpo, es frágil y evanescente.
El hecho es que en nosotros hay dos mentes. Una a la que podríamos llamar
“pequeño yo” a la que es aplicable todo lo dicho y otra a
la que se ha venido a llamar “Yo” con mayúscula o “Sí mismo”.
La primera de ellas, el “yo” con minúscula, se identifica
plenamente con el cuerpo y los pensamientos y no concibe que pueda
haber nada más aparte de esto. Todo lo más está dispuesta a
aceptar la religión como algo necesario para tranquilizar la
conciencia y tratar de superar el miedo. El yo es un gran
individualista, se considera separado del resto de los mortales con
los cuales se ve obligado a competir por conseguir los siempre
escasos bienes que desea. La vida es para él una alternancia entre placer y dolor; desea el placer y teme el dolor. Es por eso
que la vida del yo transcurre entre el temor y el deseo.
Por el
contrario, el Yo se identifica con la mente superior en la cual
reside la conciencia. El Yo no es el cuerpo ni los pensamientos
asociados a él. El Yo no sufre carencias porque es completo en sí
mismo. El Yo no es individual o personal sino universal y por tanto
no considera a los demás seres como separados sino que los ve
inmersos en la unidad de todo lo que existe. Esta misma unidad
implica que el Yo no padezca temor porque donde hay unidad no puede
haber ataque. El Yo no busca placer en nada porque no carece de nada.
El Yo está fuera del tiempo porque no está sujeto al cambio. El Yo
no puede morir porque es la misma fuente de la vida.
Pero lo
extraordinario es que estas dos mentes están en cada uno de
nosotros, en esto no hay diferencias. La diferencia estriba en cual
de las dos predomina. Si es la mente asociada al yo, la otra mente quedará oscurecida y la persona vivirá sujeta al temor y
al deseo. Por el contrario, si la que predomina es la asociada al Yo,
la persona se elevará sobre temores y deseos y podrá vivir
desapegada de las cosas temporales. Conocido esto, cuál sea ese predominio será una cuestión de elección,
si bien serán necesarios tiempo y constancia para conseguir
que el pequeño yo, celoso de su espacio, ceda terreno al Yo. Al
principio esta lucha puede parecer desigual y esto es porque el Yo no
participa en ella, lo cual es comprensible entendiendo lo que antes
se ha dicho sobre él. Esta pugna podría compararse con la situación de una persona que está en la oscuridad de una habitación mientras en el exterior brilla el sol. La luz del sol no luchará por penetrar en la habitación, pero abierta la ventana (retirado el obstáculo) la luz la inundará. Del mismo modo, la persona no hace nada realmente para relegar al yo a un segundo plano; más que un hacer se trata de un no-hacer o un hacer-no-haciendo (el Wei-Wu-Wei del Tao); es un apartarse y dejar de ser obstáculo, un dejar hacer: Cuando el yo se retira el Yo ocupa el lugar que le corresponde.
El maestro Dogen lo expresa de esta manera tan sencilla: “Salir del mundo es estar sin
pensamientos”.