¿Quién ha podido contemplar
alguna vez un pájaro de manera completa? O incluso, lo que parece más sencillo,
¿quién ha podido contemplar en su totalidad una simple hoja? No sería veraz quien lo afirmase. Y si esto es así con los objetos sensibles, ¡cuánto más lo será con lo
Real! ¿Quién podría definir su esencia? ¿Quién sería capaz de contenerlo en
ideas o palabras? Es del todo imposible.
Entonces, del mismo modo que
hemos de contentarnos con visiones parciales de las cosas, tendremos que aceptar como inevitable tener
siempre una comprensión limitada de lo Real. Y por limitada, forzosamente
incompleta. Si aceptamos que esta limitación es común a todo ser humano, ¿quién
podrá afirmar que su concepción de Dios es la única verdadera? Se podrá objetar
que cuando esa concepción procede de una revelación auténtica no puede ser
cuestionada. Ahora bien, no se trata de cuestionarla, sino de aceptar que toda
revelación es limitada e incompleta igualmente; y lo es no por Aquel de Quien
procede, sino por aquel a quien va dirigida, al cual no le es dado contemplar
sino aquella parte de lo Real que le es asumible desde su perspectiva; es
decir, desde el lugar que ocupa en el
mundo. Afirmar que sólo la propia revelación es verdadera es negar la
perspectiva del otro y es también, por tanto, negarle su derecho a existir y
ocupar un lugar en el mundo, lo cual, ciertamente, va en contra de lo que ha
sido dispuesto por Aquel en cuyas manos está la existencia.
Esto es así porque toda
revelación tiene un destinatario y es a él a quien resulta comprensible; aunque la revelación, por su origen, sobrepase en mucho la capacidad
del que la recibe, quien no podrá tomar sino una parte de lo que se le entrega.
Es como si el océano se vertiese en una taza de barro.