miércoles, 19 de marzo de 2014

La condición humana



Entonces, puesto que el ser humano no tiene realmente un ser propio, sino que su situación es más bien un estar, ese estar conlleva las limitaciones propias de nuestra condición, que está sometida a una existencia  espacial y temporal. El espacio y el tiempo son los límites en los que transcurre nuestra existencia. Todo cuanto hace y es el ser humano está inmerso en el espacio y en el tiempo, que son las dimensiones en las que nos movemos y existimos. El Ser, por el contrario, no está sometido a las condiciones espacial y temporal; y puesto que no lo está, no es absurdo ni imposible que pueda ocupar todo lugar y todo tiempo, siendo esto así porque al estar fuera del espacio y del tiempo no está limitado por ellos. El Ser es como el águila que contempla desde lo alto todo el espacio que sobrevuela y puede ver el fluir de un río, tanto en su nacimiento como en su medio y final; para Él es como para el águila, para quien no hay más que un único espacio y un único fluir, mientras que el pez que está sumergido en el río no puede ver más que el lugar que en cada instante ocupa en él.


Ocurre también, respecto de la condición humana, que si imaginamos el espacio y el tiempo como una esfera de dimensiones ilimitadas, el lugar que yo ocupo, que es el único desde el que puedo contemplar el mundo, es para mí el centro del universo; lo cual no quiere decir que yo sea su centro, sino que me hallo en él, puesto que cualquier punto de una esfera de dimensiones indefinidas adquiere la condición de centro para quien lo ocupa. Por otra parte, puesto que yo contemplo el mundo desde el único lugar posible para mí, que es aquel en que me encuentro y que nadie más puede ocupar, sucede que mi punto de vista es único y distinto al de cualquier otro ser que comparta mis limitaciones, lo cual, en cierto modo, me hace también único entre todos. Nadie puede ver el mundo desde donde yo lo veo, así como tampoco yo puedo verlo desde donde lo ve otro que no soy yo. El Ser, sin embargo, puesto que escapa a nuestra limitación, puede abarcar todos los puntos de vista y de esa forma Él es, en cierto modo, todos los seres. Decir esto es tanto como decir que mi vida y la de cualquier otro ser es preciosa, pues cada ser es único y no puede ser sustituido por otro más que por Aquel que a todos contiene. Esta comprensión de todos los seres como formando parte del Ser, es la misma comprensión que vibraba con intensidad en la existencia de aquellos pueblos que vivían en la Naturaleza de un modo tradicional, es decir, percibiendo lo sobrenatural que hay en ella  y respetando por igual a todas las criaturas, de forma que cuando tomaban la vida de cualquier animal para sobrevivir lo hacían con un profundo sentimiento de lo sagrado e imploraban el perdón de la criatura cuya vida sacrificaban dando gracias por el don recibido.


De todos modos, es necesario admitir que ningún otro ser es semejante al humano. ¿Y qué es eso que lo distingue de cualquiera otro que habita la Tierra? Sin lugar a dudas el pensamiento. Esa capacidad que sólo el ser humano posee de poder abarcar cuanto existe con su pensamiento no encuentra parangón en nuestro mundo. Pero si la contemplamos con detenimiento nos daremos cuenta de que el pensar no está, como los demás seres, como el propio ser humano y como todo cuanto existe en nuestro horizonte, sometido a las condiciones espacial y temporal. El pensamiento no es espacial ni tampoco temporal puesto que es capaz de abarcar todo espacio y todo tiempo. Esto es lo que explica que pueda decirse del ser humano que está hecho a imagen y semejanza de Dios. El pensamiento es una capacidad más que humana sobrehumana, y sitúa a este ser, el más desvalido de todos cuantos llegan al mundo, en una posición intermedia entre la Tierra y el Cielo; posición que es a la vez una bendición y una maldición, puesto que sintiéndose atraído por ambos, la Tierra y el Cielo, se encuentra dividido y a menudo perdido, sin saber hacia cuál de esos dos polos debe dirigir su vida.

Ahora bien, hay que poner cuidado en no confundir el pensamiento con la mente. Ésta es más un instrumento que otra cosa; es un poco como el aparato de radio que sintoniza una emisora, pero somos nosotros los que debemos elegir entre todas las emisiones aquella que nos interese. Esa acción de sintonizar equivale a disciplinar la mente, la cual siempre anda inquieta, buscando aquí y allá algo en que detenerse. Por el contrario, el pensamiento a que aquí me refiero equivale a intelección; es decir, a comprensión de aquello que está más allá de la condición humana, que la trasciende.