Decir que el Ser no existe parece una
contradicción. Y sin embargo, es así: El Ser no existe, el Ser es. ¿Cómo se explica esto? La clave para
entenderlo está en la propia palabra existir. Esto es porque se trata de un
conocimiento tan antiguo como el mismo lenguaje. Cuando Moisés subió a la montaña sagrada y
vio al Dios de Abraham en la forma de una zarza ardiente, al preguntarle Moisés
su nombre Él respondió: “Yo soy el que soy”. Hay aquí, en tan
pocas palabras, un profundo contenido. Él es el que es porque sólo Él es por sí
mismo; es decir, sólo Él es de manera independiente; sólo Él es y no puede
dejar de ser. En cambio la existencia es propia del hombre y de todos los demás
seres. Ni el hombre ni ninguna otra criatura tiene ser por sí mismo. El hombre
es dependiente por naturaleza; es decir, necesitado y menesteroso. Existir
viene de ex – stare, estar fuera de. El ser humano no es, sino que
está, y ese estar es estar fuera de su origen. El Ser no existe ni puede
existir porque no puede estar fuera de Sí Mismo. De esta forma se podría decir
que en el ser humano confluyen dos naturalezas, la del que está fuera de su
origen y la del que recuerda y añora ese
origen y en la medida en que lo recuerda y lo añora desea regresar a Él. Son el
horror y la maravilla; ambos sentimientos tienen cabida y justificación en el
hombre, y su equilibrio es un saber
estar en el mundo, mientras que el predominio de alguno de ellos es estar
dominado por la caída o por su contrario, el recuerdo del origen. Esta
naturaleza de exilado se manifiesta ya en el
niño, que antes de nacer se encuentra en
el seno materno del mismo modo que el hombre antes de existir, y que tras el
nacimiento viene a existir, es decir, a encontrarse fuera de ese origen en el
que reinaba la paz. Entonces el llanto del niño está plenamente justificado por
el dolor de la separación, pero pronto la risa también estará justificada por
el encuentro con la madre, aunque ahora ésta aparezca como otro ser distinto.
Pueden extraerse muchas consecuencias de este conocimiento. Por ejemplo, si yo
no soy, sino que tan sólo existo, ¿cómo voy a encontrar en mí las cualidades? Es decir, la nobleza, el bien, la verdad, la justicia, el poder, la belleza… Estas cualidades son propias del Ser, y por
tanto no pueden encontrarse en mí más que de forma accidental y subordinada.
Reconocer mi dependencia y mi indigencia me
lleva a ser más realista y con ello más humilde, de tal forma que puedan
realizarse en mí aquellas palabras de San Agustín cuando decía: “La humildad consiste en que te conozcas a
ti mismo”; sentencia ésta de sentido muy parecido a aquella otra que se atribuye
al Profeta del Islam: “Quien se conoce a
sí mismo conoce a su Señor”.